28 julio 2006
Bajo Tierra
Uno de los puntos más delicados a la hora de moverse por una ciudad es el metro. Ya no solo por la mayor o menor habilidad con la que se cuente para saber que línea no está cortada "para mejorar el servicio", si no también porque te pone en esa situación incómoda de tener que compartir un espacio cerrado con personas a las que no conoces. Viene a ser como un ascensor gigante, en el que, a pesar de estar hasta las manillas, parece que todo el mundo viaje solo.
Nadie se mira, si a caso, como mucho, se cotillea de reojo el modelito de la de enfrente o se observa con recelo al inmigrante que tienes al lado.
Pues bien, en este marco, me acaba de pasar algo muy curioso. Venía yo de Sol a Cuatro Caminos en la línea 1, y por fortuna encontré un sitio donde sentarme un ratito frente a un marroquí y a un joven de camisa de cuadros y ordenador portátil. A mi derecha, un sitio vacío y una señora muy señoreada, rubia, con un abanico negro que no dejaba de chocar cada vez más nerviosamente contra su pecho, como si le irritara que el metro no tuviera aire acondicionado. Mejor no decirle esto a Gallardón, a ver si también va a cerrar la línea 1 para "mejorar el servicio".
El caso es que íbamos los cuatro personajes que antes he enumerado (el marroquí, el joven ejecutivo, la rubia y yo) estación tras estación cuando en un momento dado se montaron en el vagón dos mujeres marroquíes con una niña de unos 13 años que se sentó sobre su madre. El marroquí, del que hablaba antes, empezó a bromear con las mujeres, y la señora muy señoreada a abanicarse cada vez más rápido hasta que el hombre se levantó y le cedió el sitio a la joven.
La rubia se abanicaba ahora un poco más tranquila, se relajó. Tanto es así, que en cierto momento dejó de echarse airecito, se apoyó sobre su lado izquierdo y, como el que no quiere la cosa, nos obsequió a todos con una laaaaaaaaaaarga pedorreta de alivio para después seguir abanicándose como las locas, supongo que el esfuerzo le daría calor.
El caso es que el resto de personajes que íbamos en el vagón no sabíamos donde meternos. El marroquí optó por acercarse a la puerta, al igual que el joven del ordenador portátil. Yo prefería no mirar a ninguno a la cara porque yo sola estaba a punto de partirme de risa.
Según llegábamos a Cuatro Caminos, el joven, el marroquí y yo nos apretujamos contra la puerta, buscando un buen ángulo para verle la cara a esa señora tan señoreada que había echado "el pestillo" al vagón. Sin mirarnos, los tres salíamos del metro con una sonrisa cómplice a pesar de que si no llega a ser por esa remilgada del abanico negro quizás no nos habríamos mirado las caras ninguno de los cuatro.
Son las cosas que tiene viajar bajo tierra en una ciudad.
Nadie se mira, si a caso, como mucho, se cotillea de reojo el modelito de la de enfrente o se observa con recelo al inmigrante que tienes al lado.
Pues bien, en este marco, me acaba de pasar algo muy curioso. Venía yo de Sol a Cuatro Caminos en la línea 1, y por fortuna encontré un sitio donde sentarme un ratito frente a un marroquí y a un joven de camisa de cuadros y ordenador portátil. A mi derecha, un sitio vacío y una señora muy señoreada, rubia, con un abanico negro que no dejaba de chocar cada vez más nerviosamente contra su pecho, como si le irritara que el metro no tuviera aire acondicionado. Mejor no decirle esto a Gallardón, a ver si también va a cerrar la línea 1 para "mejorar el servicio".
El caso es que íbamos los cuatro personajes que antes he enumerado (el marroquí, el joven ejecutivo, la rubia y yo) estación tras estación cuando en un momento dado se montaron en el vagón dos mujeres marroquíes con una niña de unos 13 años que se sentó sobre su madre. El marroquí, del que hablaba antes, empezó a bromear con las mujeres, y la señora muy señoreada a abanicarse cada vez más rápido hasta que el hombre se levantó y le cedió el sitio a la joven.
La rubia se abanicaba ahora un poco más tranquila, se relajó. Tanto es así, que en cierto momento dejó de echarse airecito, se apoyó sobre su lado izquierdo y, como el que no quiere la cosa, nos obsequió a todos con una laaaaaaaaaaarga pedorreta de alivio para después seguir abanicándose como las locas, supongo que el esfuerzo le daría calor.
El caso es que el resto de personajes que íbamos en el vagón no sabíamos donde meternos. El marroquí optó por acercarse a la puerta, al igual que el joven del ordenador portátil. Yo prefería no mirar a ninguno a la cara porque yo sola estaba a punto de partirme de risa.
Según llegábamos a Cuatro Caminos, el joven, el marroquí y yo nos apretujamos contra la puerta, buscando un buen ángulo para verle la cara a esa señora tan señoreada que había echado "el pestillo" al vagón. Sin mirarnos, los tres salíamos del metro con una sonrisa cómplice a pesar de que si no llega a ser por esa remilgada del abanico negro quizás no nos habríamos mirado las caras ninguno de los cuatro.
Son las cosas que tiene viajar bajo tierra en una ciudad.
19 julio 2006
Willkommen! Bienvenue! Welcome
Un bofetón de calor a las 23:30 de la noche y un horrible pestazo a orín nos dió la bienvenida a Madrid. Me reencontraba con mi ciudad en el peor momento: en pleno verano, con los termómetros subiendo incluso de noche y con la sensación de que esta vez no solo estaba allí haciendo turismo, lo que le quita todo el encanto.
La idea de regresar a Madrid, normalmente, me suele gustar. Siempre me apetece pasear por la puerta de mi antiguo colegio, pasar delante de la pastelería en la que nos comprábamos los colines a la vuelta de clase y comprobar como siguen abiertos muchos de los bares y tiendas del barrio. Pero el viernes pasado, con ese calor agobiante en el metro.... El reencuentro no había empezado nada bien.
Al otro día la cosa fue mejor. Caminando por Fuencarral te das cuenta de que en Madrid no importa quién seas, tanto para lo bueno como para lo malo. En el mismo vagón de tren puede haber una madre con su bebé, un par de adolescentes con botas de invierno vistiendo faldas super mini cortas y unos grilletes adornando su cintura, un hippy rastafari urbano, cuatro pijas de flequillo ladeado y dos "sin perro flautas" (los animales no entran en el metro) que le piden una monedilla a dos metrosexuales que van de la mano camino de Chueca.
Así que en conclusión se puede decir la misma frase con la que comienza el musical que fuimos a ver este fin de semana. Cabaret. Willkommen, Bienvenue, Welcome.....
La idea de regresar a Madrid, normalmente, me suele gustar. Siempre me apetece pasear por la puerta de mi antiguo colegio, pasar delante de la pastelería en la que nos comprábamos los colines a la vuelta de clase y comprobar como siguen abiertos muchos de los bares y tiendas del barrio. Pero el viernes pasado, con ese calor agobiante en el metro.... El reencuentro no había empezado nada bien.
Al otro día la cosa fue mejor. Caminando por Fuencarral te das cuenta de que en Madrid no importa quién seas, tanto para lo bueno como para lo malo. En el mismo vagón de tren puede haber una madre con su bebé, un par de adolescentes con botas de invierno vistiendo faldas super mini cortas y unos grilletes adornando su cintura, un hippy rastafari urbano, cuatro pijas de flequillo ladeado y dos "sin perro flautas" (los animales no entran en el metro) que le piden una monedilla a dos metrosexuales que van de la mano camino de Chueca.
Así que en conclusión se puede decir la misma frase con la que comienza el musical que fuimos a ver este fin de semana. Cabaret. Willkommen, Bienvenue, Welcome.....
09 julio 2006
Los pijos y sus misterios
Siempre que me cruzo con un prototipo de Borjita (ya sea masculino o femenino) o veo un miting del PP de esos en los que aparecen un grupo de veinteañeros aplaudiendo me hago una serie de preguntas a las que todavía no he encontrado respuesta. Son las siguientes:
1.- ¿Por qué las pijas siempre tienen frío? No importa la temperatura a la que estemos, porque ellas, cuando se arreglan (que es siempre), se colocan su camisita Burberrys de manga larga o, en su defecto, se ponen sobre los hombros un minúsculo jerseycito (también de manga larga) que, no se sabe como, estira hasta adaptarse a su cuerpecito. ¿Dónde lo compran, en Charanga Kids?
1.1.- Y sus papás, ¿por qué conducen el Audi con un jersey sobre los hombros? ¿tan potente es el aire acondicionado de los coches de gama alta?
2.- ¿Por qué a los pijos les gustan esos colores pastel tan chillones y horrendos? ¿Por qué los combinan tan mal? ¿Por qué se empeñan en ponerse esos pantalones que se trasparentan y dejan entrever todos los jarapillos de la camisa de rayas? ¿No tienen espejo? ¿No les quieren en su casa?
3.- ¿Qué extraño código se oculta tras los pendientes de perlas? Toda pija que se digne lleva sus respectivos bolones de Manacor (o de plata, en el caso de ser una chica Rebelde Way). Pero si os habéis fijado, unas los llevan más grandes que otras. Y yo me pregunto ¿El tamaño de la perla depende de lo pija que seas? ¿Va por barrios o algo?
4.- ¿Cómo consiguen los pijos adolescentes convertir su media melena en un casco con flequillo que les coge media cara y en ocasiones parte de un ojo? ¿Cómo hacen para que no se mueva ni un pelo? ¿Cómo consiguen ver y no tropezar mientras caminan con sus chanclas de esparto que conjuntan con los colores chillones del resto de la ropa?
5.- Y hablando de zapatillas. Con el dineral que se gastan en jerseicitos de manga larga, pantalones estridentes, gomina a tutiplen y pendientes de perlas, ¿por qué se empeñan en ponerse las alpargatas de esparto? ¿a caso no tienen frío en los pies? ¿el aire acondicionado del Audi solo funciona de cintura para arriba? Si la respuesta a esta última cuestión fuese sí, eso aclararía por qué se engominan... Pero todavía quedan muchos interrogantes por resolver.